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El pecado redentor
Iba a matarlo. Lo despedazaría sin piedad. Con sus propias manos y el machete que guardaba bajo la cama. Aquel cabrón no merecía otra cosa. ¿Cuántas veces se la había jugado? ¿Eh? Una tras otra. Y esta había sido la última. Llamaría a la puerta. Ding, dong. Así de sencillo. El primer machetazo, en la frente. Zas. Después, una lluvia de acero, hasta quedarse sin aliento. Trizas. Sangre. El puto infierno sobre aquél malnacido.
Claro que la cosa cambiaba si abría la puerta Carol. Tendría que mandarla a por algo para que no cayera en la histeria con la matanza. A por tabaco al estanco. Carol estaba como un pan. Un pastelito. Scarlett Johansson, un cardo al lado de Carol. Miraba con aquellos ojazos húmedos, aquellos labios jugosos, el escote brillante, siempre con unos pantalones ceñidos justo por debajo de donde se anuncia el pubis. Y una camiseta corta. Dejando asomar aquel cinturón de piel tersa, brillante, abrochado por el ombligo, que seguro olía a sal mojada. Estaba condenado a soñar con ella unas cien mil noches. La mandaría a por tabaco.
No le buscarían a él por ese asesinato. Seguro. Iba a triturar a aquel desgraciado suertudo y quedarse tan pichi. Pero otra historia era que se supiera lo de la pasta. Se la iba a levantar toda. Hasta el último miserable pavo. Sabía que la escondía dentro de la maceta del ficus. Billetes de 100 envueltos en bolsas de congelado al vacío. Con aquella plata, que también le pertenecía, su vida cambiaría. Nadie debía saber que había levantado los billetes. ¿Por qué aquél vanidoso mafiosillo del tres al cuarto gozaba de la preciosa Carol y vivía como un jodido marajá y él, en cambio, perreaba por las calles? Quería contar aquellos rectángulos de papel moneda una y otra vez, hasta que terminaran sobados por la grasa de sus dedos. El dinero sabe salado, como el cuerpo de Carol.
Con tanta manteca podría comprar un Mustang. Y comer. Sentarse en restaurantes de esos con estrellas Michelin. Un menú degustación. Ponme otro. Postres variados. No, mejor en un asador. Marisco al carbón. Besugo. Una chuleta de kilo. Arroz con leche. La sal Maldon sobre la corteza ligeramente carbonizada del solomillo de buey debía ser lo más parecido a los muslos de Carol en verano. Ostras. Dos docenas de ostras. Moet. Pularda trufada. Vega Sicilia. Un atracón.
Todo, tras filetear a aquel hijo de mala madre. Pero lo haría después de levantarse de la cama. A mediodía. O por la tarde.
Quizá mañana.
Seguramente.